Es maravilloso ver cine último, nacional o internacional, ese que todavía nadie ha visto y en el que predomina la sorpresa. Tienes la íntima conciencia del privilegio, de la degustación primera, del primer aplauso o giro de la espalda…, y con los protagonistas artísticos presentes.
Pero, además, el San Sebastián Internacional Film Festival, que se celebra en el mejor de los escenarios posibles en nuestro país, tiene una diversidad de oferta verdaderamente enriquecedora para artistas y espectadores. Las secciones de Perlak, Horizontes latinos, Zabaltegi, Nuevos directores, Culinary Zinema o Made in Spain, además de otras muchas y de la Sección oficial, permiten en ese maratón gozar de una visión global del año como solo la proporcionan los grandes festivales.
Las cifras hablan de un enorme acontecimiento social y cultural dirigido por José Luis Rebordinos: además de los 4.144 acreditados, acudieron a los pases un total de 175.011 espectadores, prácticamente los mismos habitantes de la ciudad (¡¡¡Como si en un festival similar en Madrid hubieran acudido cerca de cuatro millones de espectadores!!!). Público que corría de unas proyecciones y salas a otras, público que las llenaba y que permanecía a escuchar y participar en los debates posteriores. La ciudad “huele” a cine, a cine en sala acompañado en la intimidad de la negrura. Qué bien.
Yo acudí, en el papel de Secretario General de la Academia de las Artes Escénicas a ver, sobre todo, la sección de cine que acoge las últimas películas españolas, y constaté el alto nivel artístico general, el excelente momento de forma de nuestro cine, incluido el que se rueda en catalán y en euskera. Bravo.
Aunque lo amo no soy de este gremio, sino del teatral, y el objetivo era ver los trabajos de interpretación de esa multitud de actores y actrices, -también directores- que compaginan el trabajo sobre los escenarios y sobre los platós: Emma Suárez, Daniel Sánchez Arévalo, Nacho Sánchez, David Verdaguer, María Rodríguez, Eduard Fernández, Ramón Agirre, Verónica Forqué… O que deberían hacerlo como Greta Fernández, Penélope Cruz o Biel Montoro. En Historias de nuestro cine, guiada por Antonio Resines y por la que pasan muchas de las glorias de la interpretación y la dirección de las últimas décadas, eran muchos los entrevistados que hablaban de la interpretación teatral sin solución de continuidad con la cinematográfica. Me gustó que el discurso de fondo expresara el enorme valor formativo y de solidificación que suponen las técnicas teatrales, y la constatación de que son artes hermanas y mutuamente reconocidas.
Hubo algunas reivindicaciones en los debates, a veces reiteradas y con cierto tono de queja, sobre lo diferencial de ver el cien en salas o frente a la televisión. La queja, a menudo una simple constatación, no mueve montañas. Lo que mueve montañas, es decir, lo que hará que el público no solo permanezca en salas sino que crezca, dependerá de lo que el cine en sala ofrezca. Hoy tiene grandes déficits. Si los espectadores quieren vivir experiencias, quieren, entonces, que su viaje del usuario en la sala sea magnífico en precios, en comodidad, en elegancia en el trato, en servicios añadidos…
Y para terminar otra sorpresa: el peso de las grandes productoras audiovisuales en el mercado –Netflix es un buen ejemplo- es consistente y ellas han venido para quedarse. No parece malo para el cine si no reduce la diversidad, si la calidad no disminuye y si la multiplicación creativa que aportan es aprovechada por el sector de la distribución en sala, y por el conjunto del sector. Sin miedos, aunque con cuidados.
En fin, el año que viene ya he reservado volver a esa tierra maravillosa en la que la cultura sigue jugando un papel tan importante. ¡Viva el cine!